Vivimos un momento en el que cada día surgen nuevos avances científicos que influyen en diversos aspectos de nuestra vida cotidiana: desde cómo nos comunicamos con las personas que queremos hasta cómo trabajamos. Las empresas compiten por ser las primeras en conquistar industrias disruptivas que nos facilitarán mucho más la vida, y la tecnología nos da la oportunidad de ser mucho más eficientes en nuestro trabajo. Son noticias que nos hacen enormemente felices.

En contraposición, también surgen informaciones apocalípticas donde nos anuncian que los robots nos quitarán el empleo. Constantemente se presentan máquinas con nombre propio y aspecto humanoide, que son capaces de hacer movimientos muy similares a los nuestros o atender a una entrevista de manera totalmente coherente. Y esto asusta.

Es normal que en este contexto nos sintamos contrariados: por un lado nos fascina la idea de que las máquinas multipliquen nuestra calidad de vida y por otro tenemos miedo a acabar viviendo en Blade Runner.

Relativicemos. Seguramente algunos trabajos desaparecerán, lleva siglos ocurriendo esto, pero ocuparemos otros. Ningún robot nos va a dejar sin trabajo si no olvidamos nuestra cualidad de humano. Puede que una máquina trabaje más horas y más rápido que nosotros, pero nosotros tenemos capacidades que, por ahora, una máquina no va a tener: creatividad, imaginación, intuición, emoción y ética. Y en un futuro lleno de máquinas, estas aptitudes irán muy demandadas.

En esto mismo me hicieron pensar los propietarios de un restaurante hace un mes cuando les pedí comida a través de una app de servicio a domicilio. Para realizar mi pedido no interactué con ninguna persona. Solo crucé un par de frases cortas con el repartidor en el momento de la entrega. Cuando abrí la bolsa y saqué la comida, encontré una tarjeta de imprenta con el nombre y la dirección del restaurante, donde habían puesto a boli: «¡Hola, Laia! Esperamos que disfrutes de la cena. Roberto y Elisa».

¿Cuánto les habría llevado escribir esa frase? 10 segundos, quizá. ¿Cuánto les ha costado económicamente el gesto? Unos pocos céntimos, los que cuesta la tarjeta. Pero ese pequeño detalle aporta un enorme valor: a mí, como cliente, me halagó pensar que para ese restaurante yo no soy el pedido 227, soy Laia. Y en ese momento, inconscientemente, mi percepción sobre ellos cambió mi experiencia como cliente: para mí ellos ya no eran dos personas robotizadas haciendo comida en cadena y metiéndola en una bolsa de papel. Al leer aquellos nombres escritos a mano pensé en dos personas, Roberto y Elisa.

Un detalle de mínimos recursos puede posicionarte por encima de las expectativas de tu cliente. ¿No resulta paradójico el momento que vivimos y cómo reaccionamos a él? Buscamos robots cada vez más humanos. Queremos humanos cada vez más robots. Y en mitad de todo esto, a veces, nos topamos con algún humano que hace de humano y lo primero que nos vienen son ganas de abrazarle y decirle: ¡Enhorabuena, no eres un robot!


Publicación original